Lo primero que debemos saber, entender o aceptar como sociedad es que el problema de la mal llamada “inseguridad” no tiene solución. El que afirme lo contrario miente o hace proselitismo barato. En Tucumán no tiene solución, al menos para las próximas tres o cuatro generaciones, como mínimo, y suponiendo que comenzáramos a trabajar hoy mismo. No es una exageración, no es tremendismo, es la realidad que desde distintas tribunas se viene advirtiendo hace años. Para que la pava deje de silbar hay que sacarla del fuego o apagar la hornalla. No alcanza con desearlo ni enunciarlo.
Los pasos para resolver un problema son harto conocidos: primero necesitamos un buen diagnóstico (que hoy no tenemos), luego un especialista en el resultado que arroje ese diagnóstico (que hoy no tenemos) y después la voluntad para resolverlo, es decir, la decisión y la energía para hacerlo (que hoy no tenemos). Y si el mal no es causado por una sola enfermedad, sino varias, el asunto se complica.
En Tucumán ni siquiera podemos superar la primera fase, que es el conflicto semántico que tenemos con la palabra “inseguridad”. Porque para curar un cáncer primero hay que dejar de decirle gripe. Y encima pretendemos curar esa gripe, que no es gripe, con un mecánico.
Si la violencia social, que no deja de aumentar de forma exponencial y alarmante, fuera sólo producto de la inseguridad, es decir falta de seguridad, la solución sería bastante sencilla, ya que estaríamos ante un problema policial o, si se quiere, militar. Más uniformados en las calles, más cámaras, más armas, más cárceles y listo.
Claro que necesitaríamos, sólo para Tucumán, más o menos un policía cada diez habitantes, algo así como 200.000 policías, y alojamiento penitenciario para medio millón de personas. En el medio, una guerra civil de varios años antes de alcanzar este hermoso objetivo social, al margen de su absoluta inviabilidad financiera.
Alguien dijo que no hay nada más peligroso que un burgués asustado. Bala, mano dura, cárcel y pena de muerte son ideas que no se las saca nadie de la cabeza. Lo vimos en 2013 durante la cuasi guerra civil que desató el paro policial: cientos de tucumanos armados en las calles disparando a cualquier cosa que se moviera.
Sólo pensar en pena de muerte en un país con la calidad de justicia que tenemos produce escalofríos.
Más grave cuando a las políticas de seguridad las deciden burócratas incompetentes y demagogos con corbata que sólo pretenden tranquilizar a ese burgués asustado, a esa clase media muerta de miedo.
Así aprueban, a las apuradas, leyes contra el motoarrebato (que para colmo ya existían pero no se aplicaban), y anuncian más pabellones para solucionar el hacinamiento inhumano en las comisarías. Suponen que doña Rosa estará contenta -hasta que le roben el próximo celular- y agradecida con nuestras autoridades que se esfuerzan para cuidarnos.
La locura total
¿Cuándo fue que empezamos a pensar que un niño de 10 años puede ser culpable de la inseguridad? ¿Cuándo dimos como sociedad ese paso tan siniestro? Chicos de hasta ocho años armados, consumiendo drogas todo el día y robando para aplacar su adicción son el resultado de una sociedad egoísta, insensible, mediocre, embrutecida y encima administrada por oficinistas sin una sola idea.
Si no entendemos que esos chicos son las víctimas y que los victimarios somos nosotros, entonces no fallamos al asegurar que la inseguridad no tiene solución.
No se equivoca Beatriz Rojkés de Alperovich al decir que el Estado está ausente en materia de seguridad. Sobre todo para alguien convencido de que el Estado es ella, como Luis XIV, con la diferencia que el monarca francés tenía menos mansiones. Declaración oportunista, politiquería de la más cínica al pretender culpar al presidente Mauricio Macri por la muerte de un niño en un enfrentamiento policial.
Al margen de que el Gobierno nacional, desde nuestro punto de vista, está muy lejos de las expectativas que generó en millones de argentinos que querían un cambio, no puede la ex senadora desentenderse de la violencia extrema que se vive, ya que ella y su marido son los máximos responsables de lo que pasó en Tucumán en los últimos 15 años.
La inseguridad no es consecuencia de la pobreza, es resultado de la desigualdad y de la exclusión. Un tema muy estudiado y probado. No hay inseguridad en una sociedad donde todos son pobres, o donde todos son ricos. Al menos no en los niveles de la nuestra, donde coexisten los extremos.
No es casualidad que Yerba Buena registre porcentualmente los índices más altos de delito en la provincia. Es consecuencia directa de una situación de desigualdad extrema, donde la ostentación convive con el hambre.
Son situaciones sociológicas muy complejas que exigen un abordaje multidisciplinario. La demagogia de Juan Manzur y Osvaldo Jaldo prometiendo bala y cárcel al burgués asustado sólo empeoran el problema, porque es un camino que exige cada vez más bala, cada vez más cárcel y así hasta la guerra civil, umbral del que estamos más cerca de lo que suponemos. Además, insistimos, con una Policía que ha mostrado en no pocas oportunidades complicidad con el delito y una Justicia que puede cajonear una década el homicidio más escandaloso, el de Paulina Lebbos, entonces el remedio puede ser peor que la enfermedad.
Tolerancia cero
La mano dura tiene buena prensa pero resultados dudosos. El famoso alcalde de Nueva York en la década del 90, Rudy Giuliani, hizo cuantiosa propaganda con su plan “tolerancia cero”, que según él había logrado reducir drásticamente los robos y los homicidios. Sin embargo, estudios posteriores demostraron que fueron más de 10 las razones que convergieron para que bajara la tasa de violencia en Nueva York. En parte sí hubo resultados a partir de la “tolerancia cero”, principalmente por una actuación policial más inteligente -más efectiva que dura- y porque se endurecieron las condenas (más delincuentes presos). Pero estas medidas sólo representaron un porcentaje del resultado final. También incidieron la fuerte caída del consumo de crack (se hizo mucha publicidad sobre el daño cerebral que producía), el descenso del desempleo, el crecimiento de la economía y, una de las más polémicas, sostiene que el delito también comenzó a bajar en EEUU unos 15 años después de que se legalizó el aborto, en 1973, lo que implicó que menos mujeres pobres, jóvenes y solteras tuvieran hijos que no podían alimentar, educar y cuidar.
Juan tiene 11 años y también consume drogas y tiene armas, como su amigo Facundo, el niño que murió en el tiroteo con la Policía. Como Juan, hay otros chicos, incluso más pequeños, que están siendo “lapidados” en Facebook por la “sociedad civilizada”. Agresiones, insultos, y hasta amenazas de muerte. No nos parece que ese sea el camino para detener la violencia, sino todo lo contrario. Además aún son niños y donde hay un niño hay futuro, hay esperanza. Esos chicos necesitan amor, contención, comprensión y un abrazo. No una sociedad que los expulse, los agreda y los discrimine, que es exactamente lo que venimos haciendo y lo que nos llevó a donde estamos hoy: al borde del abismo.